sábado, 6 de agosto de 2011

SIETE ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA

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El libro 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana (Lima, 1928) es considerada la obra cumbre de José Carlos Mariátegui. Este libro fue publicado en 1928 . Es una obra que ha sido reeditada decenas de veces, además de traducida al ruso, francés, inglés, italiano, portugués y húngaro.


Uno de los siete ensayos de esta obra es El proceso de la literatura, que a continuación se presenta:

EL PROCESO DE LA LITERATURA
I. TESTIMONIO DE PARTE
La palabra proceso tiene en este caso su acepción judicial. No escondo ningún propósito de participar en la elaboración de la historia de la literatura peruana. Me propongo, sólo, aportar mi testimonio a un juicio que considero abierto. Me parece que en este proceso se ha oído hasta ahora, casi exclusivamente, testimonios de defensa, y que es tiempo de que se oiga también testimonios de acusación. Mi testimonio es convicta y confesamente un testimonio de parte. Todo crítico, todo testigo, cumple consciente o inconscientemente, una misión. Contra lo que baratamente pueda sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el pasado, parece ser la de votar en contra. No me eximo de cumplirla, ni me excuso por su parcialidad. Piero Gobetti, uno de los espíritus con quienes siento más amorosa asonancia, escribe en uno de sus admirables ensayos: "El verdadero realismo tiene el culto de las fuerzas que crean los resultados, no la admiración de los resultados intelectualísticamente contemplados a priori. El realista sabe que la historia es un reformismo, pero también que el proceso reformístico, en vez de reducirse a una diplomacia de iniciados, es producto de los individuos en cuanto operen como revolucionarios, a través de netas afirmaciones de contrastantes exigencias" (1).
Mi crítica renuncia a ser imparcial o agnóstica, si la verdadera crítica puede serlo, cosa que no creo absolutamente. Toda crítica obedece a preocupaciones de filósofo, de político, o de moralista. Croce ha demostrado lúcidamente que la propia crítica impresionista o hedonista de Jules Lemaitre, que se suponía exenta de todo sentido filosófico, no se sustraía más que la de Saint Beuve, al pensamiento, a la filosofía de su tiempo (2).
El espíritu del hombre es indivisible; y yo no me duelo de esta fatalidad, sino, por el contrario, la reconozco como una necesidad de plenitud y coherencia. Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la política en mí es filosofía y religión.
Pero esto no quiere decir que considere el fenómeno literario o artístico desde puntos de vista extraestéticos, sino que mi concepción estética se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis concepciones morales, políticas y religiosas, y que, sin dejar de ser concepción estrictamente estética, no puede operar independiente o diversamente.
Riva Agüero enjuició la literatura con evidente criterio "civilista". Su ensayo sobre "el carácter de la literatura del Perú independiente" (3) está en todas sus partes, inequívocamente transido no sólo de conceptos políticos sino aun de sentimientos de casta. Es simultáneamente una pieza de historiografía literaria y de reivindicación política.
El espíritu de casta de los encomenderos coloniales, inspira sus esenciales proposiciones críticas que casi invariablemente se resuelven en españolismo, colonialismo, aristocratismo. Riva Agüero no prescinde de sus preocupaciones políticas y sociales, sino en la medida en que juzga la literatura con normas de preceptista, de académico, de erudito; y entonces su prescindencia es sólo aparente porque, sin duda, nunca se mueve más ordenadamente su espíritu dentro de la órbita escolástica y conservadora. Ni disimula demasiado Riva Agüero el fondo político de su crítica, al mezclar a sus valoraciones literarias consideraciones antihistóricas respecto al presunto error en que incurrieron los fundadores de la independencia prefiriendo la república a la monarquía, y vehementes impugnaciones de la tendencia a oponer a los oligárquicos partidos tradicionales, partidos de principios, por el temor de que provoquen combates sectarios y antagonismos sociales. Pero Riva Agüero no podía confesar explícitamente la trama política de su exégesis: primero, porque sólo posteriormente a los días de su obra, hemos aprendido a ahorrarnos muchos disimulos evidentes e inútiles; segundo, porque condición de predominio de su clase -la aristocracia "encomendera"- era, precisamente, la adopción formal de los principios e instituciones de otra clase -la burguesía liberal- y, aunque se sintiese íntimamente monárquica, española y tradicionalista, esa aristocracia necesitaba conciliar anfibológicamente su sentimiento reaccionario con la práctica de una política republicana y capitalista y el respeto de una constitución demo-burguesa.
Concluida la época de incontestada autoridad "civilista" en la vida intelectual del Perú, la tabla de valores establecida por Riva Agüero ha pasado a revisión con todas las piezas filiares y anexa (4). Por mi parte, a su inconfesa parcialidad "civilista" o colonialista enfrento mi explícita parcialidad revolucionaria o socialista. No me atribuyo mesura ni equidad de árbitro: declaro mi pasión y mi beligerancia de opositor. Los arbitrajes, las conciliaciones se actúan en la historia, y a condición de que las partes se combatan con copioso y extremo alegato.

II. LA LITERATURA DE LA COLONIA
Materia primaria de unidad de toda literatura es el idioma. La literatura española, como la italiana y la francesa, comienzan con los primeros cantos y relatos escritos en esas lenguas. Sólo a partir de la producción de obras propiamente artísticas, de méritos perdurables, en español, italiano y francés, aparecen respectivamente las literaturas española, italiana y francesa. La diferenciación de estas lenguas del latín no estaba aún acabada, y del latín se derivaban directamente todas ellas, consideradas por mucho tiempo como lenguaje popular. Pero la literatura nacional de dichos pueblos latinos nace, históricamente, con el idioma nacional, que es el primer elemento de demarcación de los confines generales de una literatura.
El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia de Occidente, con la afirmación política de la idea nacional. Forma parte del movimiento que, a través de la Reforma y el Renacimiento, creó los factores ideológicos y espirituales de la revolución liberal y del orden capitalista. La unidad de la cultura europea, mantenida durante el Medioevo por el latín y el Papado, se rompió a causa de la corriente nacionalista, que tuvo una de sus expresiones en la individualización nacional de las literaturas. El "nacionalismo" en la historiografía literaria, es por tanto un fenómeno de la más pura raigambre política, extraño a la concepción estética del arte. Tiene su más vigorosa definición en Alemania, desde la obra de los Schlegel, que renueva profundamente la crítica y la historiografía literarias. Francesco de Sanctis -autor de la justamente célebre Storia della letteratura italiana, de la cual Brunetiére escribía con fervorosa admiración, "esta historia de la literatura italiana que yo no me canso de citar y que no se cansan en Francia de no leer"- considera característico de la crítica ochocentista "quel pregio de la nazionalitá, tanto stimato dai critici moderni e pel cuale lo Schlegel esalta il Calderón, nazionalissimo spagnuolo e deprime il Metastasio non punto italiano" (5).
La literatura nacional es en el Perú, como la nacionalidad misma, de irrenunciable filiación española. Es una literatura escrita, pensada y sentida en español, aunque en los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia del idioma, la influencia indígena sea en algunos casos más o menos palmaria e intensa. La civilización autóctona no llegó a la escritura y, por ende, no llegó propia y estrictamente a la literatura, o más bien, ésta se detuvo en la etapa de los aedas, de las leyendas y de las representaciones coreográfico-teatrales. La escritura y la gramática quechuas son en su origen obra española y los escritos quechuas pertenecen totalmente a literatos bilingües como El Lunarejo, hasta la aparición de Inocencio Mamani, el joven autor de Tucuípac Munashcan (6). La lengua castellana, más o menos americanizada, es el lenguaje literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad cuyo trabajo de definición aún no ha concluido.
En la historiografía literaria, el concepto de literatura nacional del mismo modo que no es intemporal, tampoco es demasiado concreto. No traduce una realidad mensurable e idéntica. Como toda sistematización, no aprehende sino aproximadamente la movilidad de los hechos (La nación misma es una abstracción, una alegoría, un mito, que no corresponde a una realidad constante y precisa, científicamente determinable). Remarcando el carácter de excepción de la literatura hebrea, De Sanctis constata lo siguiente: "Verdaderamente una literatura del todo nacional es una quimera. Tendría ella por condición un pueblo perfectamente aislado como se dice que es la China (aunque también en la China han penetrado hoy los ingleses). Aquella imaginación y aquel estilo que se llama hoy orientalismo, no es nada de particular al Oriente, sino más bien es del septentrión y de todas las literaturas barbáricas y nacientes. La poesía griega tenía de la asiática, y la latina de la griega y la italiana de la griega y la latina" (7).
El dualismo quechua-español del Perú, no resuelto aún, hace de la literatura nacional un caso de excepción que no es posible estudiar con el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales, nacidas y crecidas sin la intervención de una conquista. Nuestro caso es diverso del de aquellos pueblos de América, donde la misma dualidad no existe, o existe en términos inocuos. La individualidad de la literatura argentina, por ejemplo, está en estricto acuerdo con una definición vigorosa de la personalidad nacional.
La primera etapa de la literatura peruana no podía eludir la suerte que le imponía su origen. La literatura de los españoles de la Colonia no es peruana; es española. Claro está que no por estar escrita en idioma español, sino por haber sido concebida con espíritu y sentimiento españoles. A este respecto, me parece que no hay discrepancia. Gálvez, hierofante del culto al Virreinato en su literatura, reconoce como crítico que "la época de la Colonia no produjo sino imitadores serviles e inferiores de la literatura española y especialmente la gongórica de la que tomaron sólo lo hinchado y lo malo y que no tuvieron la comprensión ni el sentimiento del medio, exceptuando a Garcilaso, que sintió la naturaleza y a Caviedes que fue personalísimo en sus agudezas y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla, puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de Pardo, de Palma y de Paz Soldán" (8).
Las dos excepciones, mucho más la primera que la segunda, son incontestables. Garcilaso, sobre todo, es una figura solitaria en la literatura de la Colonia. En Garcilaso se dan la mano dos edades, dos culturas. Pero Garcilaso es más inka que conquistador, más quechua que español. Es, también, un caso de excepción. Y en esto residen precisamente su individualidad y su grandeza.
Garcilaso nació del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las dos razas, la conquistadora y la indígena. Es, históricamente, el primer "peruano", si entendemos la "peruanidad" como una formación social, determinada por la conquista y la colonización españolas. Garcilaso llena con su nombre y su obra una etapa entera de la literatura peruana. Es el primer peruano, sin dejar de ser español. Su obra, bajo su aspecto histórico-estético, pertenece a la épica española. Es inseparable de la máxima epopeya de España: el descubrimiento y conquista de América.
Colonial, española, aparece la literatura peruana, en su origen, hasta por los géneros y asuntos de su primera época. La infancia de toda literatura, normalmente desarrollada, es la lírica (9). La literatura oral indígena obedeció, como todas, esta ley. La Conquista trasplantó al Perú, con el idioma español, una literatura ya evolucionada, que continuó en la Colonia su propia trayectoria. Los españoles trajeron un género narrativo bien desarrollado que del poema épico avanzaba ya a la novela. Y la novela caracteriza la etapa literaria que empieza con la Reforma y el Renacimiento. La novela es, en buena cuenta, la historia del individuo de la sociedad burguesa; y desde este punto de vista no está muy desprovisto de razón Ortega y Gasset cuando registra la decadencia de la novela. La novela renacerá, sin duda, como arte realista, en la sociedad proletaria; pero, por ahora, el relato proletario, en cuanto expresión de la epopeya revolucionaria, tiene más de épica que de novela propiamente dicha. La épica medioeval, que decaía en Europa en la época de la Conquista, encontraba aquí los elementos y estímulos de un renacimiento. El conquistador podía sentir y expresar épicamente la Conquista. La obra de Garcilaso está, sin duda, entre la épica y la historia. La épica, como observa muy bien De Sanctis, pertenece a los tiempos de lo maravilloso (10). La mejor prueba de la irremediable mediocridad de la literatura de la Colonia la tenemos en que, después de Garcilaso, no ofrece ninguna original creación épica. La temática de los literatos de la Colonia es, generalmente, la misma de los literatos de España, y siendo repetición o continuación de ésta, se manifiesta siempre en retardo, por la distancia. El repertorio colonial se compone casi exclusivamente de títulos que a leguas acusan el eruditismo, el escolasticismo, el clasicismo trasnochado de los autores. Es un repertorio de rapsodias y ecos, si no de plagios. El acento más personal es, en efecto, el de Caviedes, que anuncia el gusto limeño por el tono festivo y burlón. El Lunarejo, no obstante su sangre indígena, sobresalió sólo como gongorista, esto es en una actitud característica de una literatura vieja que, agotado ya el renacimiento, llegó al barroquismo y al culteranismo. El Apologético en favor de Góngora desde este punto de vista, está dentro de la literatura española.

III. EL COLONIALISMO SUPÉRSTITE
Nuestra literatura no cesa de ser española en la fecha de la fundación de la República. Sigue siéndolo por muchos años, ya en uno, ya en otro trasnochado eco del clasicismo o del romanticismo de la metrópoli. En todo caso, si no española, hay que llamarla por luengos años, literatura colonial.
Por el carácter de excepción de la literatura peruana, su estudio no se acomoda a los usados esquemas de clasicismo, romanticismo y modernismo, de antiguo, medioeval y moderno, de poesía popular y literaria, etc. Y no intentaré sistematizar este estudio conforme la clasificación marxista en literatura feudal o aristocrática, burguesa y proletaria. Para no agravar la impresión de que mi alegato está organizado según un esquema político o clasista y conformarlo más bien a un sistema de crítica e historia artística, puedo construirlo con otro andamiaje, sin que esto implique otra cosa que un método de explicación y ordenación, y por ningún motivo una teoría que prejuzgue e inspire la interpretación de obras y autores.
Una teoría moderna -literaria, no sociológica- sobre el proceso normal de la literatura de un pueblo distingue en él tres períodos: un período colonial, un período cosmopolita, un período nacional. Durante el primer período un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo período, asimila simultáneamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan una expresión bien modulada su propia personalidad y su propio sentimiento. No prevé más esta teoría de la literatura. Pero no nos hace falta, por el momento, un sistema más amplio.
El ciclo colonial se presenta en la literatura peruana muy preciso y muy claro. Nuestra literatura no sólo es colonial en ese ciclo por su dependencia y su vasallaje a España; lo es, sobre todo, por su subordinación a los residuos espirituales y materiales de la Colonia. Don Felipe Pardo, a quien Gálvez arbitrariamente considera como uno de los precursores del peruanismo literario, no repudiaba la República y sus instituciones por simple sentimiento aristocrático; las repudiaba, más bien, por sentimiento godo. Toda la inspiración de su sátira -asaz mediocre por lo demás- procede de su mal humor de corregidor o de "encomendero" a quien una revolución ha igualado, en la teoría si no en el hecho, con los mestizos y los indígenas. Todas las raíces de su burla están en su instinto de casta. El acento de Pardo y Aliaga no es el de un hombre que se siente peruano sino el de un hombre que se siente español en un país conquistado por España para los descendientes de sus capitanes y de sus bachilleres.
Este mismo espíritu, en menores dosis, pero con los mismos resultados, caracteriza casi toda nuestra literatura hasta la generación "colónida" que, iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro, a González Prada y saluda, como su precursor a Eguren, esto es a los dos literatos más liberados de españolismo.
¿Qué cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la nostalgia de la Colonia? No por cierto únicamente el pasadismo individual de los literatos. La razón es otra. Para descubrirla hay que sondear en un mundo más complejo que el que abarca regularmente la mirada del crítico.
La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substratum económico y político. En un país dominado por los descendientes de los encomenderos y los oidores del Virreinato, nada era más natural, por consi-guiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la casta feudal reposaba en parte sobre el prestigio del Virreinato. Los mediocres literatos de una república que se sentía heredera de la Conquista no podían hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo de los blasones virreinales. Únicamente los temperamentos superiores -precursores siempre, en todos los pueblos y todos los climas, de las cosas por venir- eran capaces de sustraerse a esta fatalidad histórica, demasiado imperiosa para los clientes de la clase latifundista.
La flaqueza, la anemia, la flacidez de nuestra literatura colonial y colonialista provienen de su falta de raíces. La vida, como lo afirmaba Wilson, viene de la tierra. El arte tiene necesidad de alimentarse de la savia de una tradición, de una historia, de un pueblo. Y en el Perú la literatura no ha brotado de la tradición, de la historia, del pueblo indígenas. Nació de una importación de literatura española; se nutrió luego de la imitación de la misma literatura. Un enfermo cordón umbilical la ha mantenido unida a la metrópoli.
Por eso no hemos tenido casi sino barroquismo y culteranismo de clérigos y oidores, durante el coloniaje; romanticismo y trovadorismo mal trasegados de los biznietos de los mismos oidores y clérigos, durante la República.
La literatura colonial, malgrado algunas solitarias y raquíticas evocaciones del imperio y sus fastos, se ha sentido extraña al pasado inkaico. Ha carecido absolutamente de aptitud e imaginación para reconstruirlo. A su historiógrafo Riva Agüero esto le ha parecido muy lógico. Vedado de estudiar y denunciar esta incapacidad, Riva Agüero se ha apresurado a justificarla, suscribiendo con complacencia y convicción el juicio de un escritor de la metrópoli. "Los sucesos del Imperio Incaico -escribe- según el muy exacto decir de un famoso crítico (Menéndez Pelayo) nos interesan tanto como pudieran interesar a los españoles de hoy las historias y consejas de los Turdetanos y Carpetanos". Y en las conclusiones del mismo ensayo dice: "El sistema que para americanizar la literatura se remonta hasta los tiempos anteriores a la Conquista, y trata de hacer vivir poéticamente las civilizaciones quechua y azteca, y las ideas y los sentimientos de los aborígenes, me parece el más estrecho e infecundo. No debe llamársele americanismo sino exotismo. Ya lo han dicho Menéndez Pelayo, Rubio y Juan Valera; aquellas civilizaciones o semicivilizaciones murieron, se extinguieron, y no hay modo de reanudar su tradición, puesto que no dejaron literatura. Para los criollos de raza española, son extranjeras y peregrinas y nada nos liga con ellas; y extranjeras y peregrinas son también para los mestizos y los indios cultos, porque la educación que han recibido los ha europeizado por completo. Ninguno de ellos se encuentra en la situación de Garcilaso de la Vega". En opinión de Riva Agüero -opinión característica de un descendiente de la Conquista, de un heredero de la Colonia, para quien constituyen artículos de fe los juicios de los eruditos de la Corte-, "recursos mucho más abundantes ofrecen las expediciones españolas del XVI y las aventuras de la Conquista" (11).
Adulta ya la República, nuestros literatos no han logrado sentir el Perú sino como una colonia de España. A España partía, en pos no sólo de modelos sino también de temas, su imaginación domesticada. Ejemplo: la Elegía a la muerte de Alfonso XII de Luis Benjamín Cisneros, que fue sin embargo, dentro de la desvaída y ramplona tropa romántica, uno de los espíritus más liberales y ochocentistas.
El literato peruano no ha sabido casi nunca sentirse vinculado al pueblo. No ha podido ni ha deseado traducir el penoso trabajo de formación de un Perú integral, de un Perú nuevo. Entre el Inkario y la Colonia, ha optado por la Colonia. El Perú nuevo era una nebulosa. Sólo el Inkario y la Colonia existían neta y definidamente. Y entre la balbuceante literatura peruana y el Inkario y el indio se interponía, separándolos e incomunicándolos, la Conquista.
Destruida la civilización inkaica por España, constituido el nuevo Estado sin el indio y contra el indio, sometida la raza aborigen a la servidumbre, la literatura peruana tenía que ser criolla, costeña, en la proporción en que dejara de ser española. No pudo por esto, surgir en el Perú una literatura vigorosa. El cruzamiento del invasor con el indígena no había producido en el Perú un tipo más o menos homogéneo. A la sangre ibera y quechua se había mezclado un copioso torrente de sangre africana. Más tarde la importación de culis debía añadir a esta mezcla un poco de sangre asiática. Por ende, no había un tipo sino diversos tipos de criollos, de mestizos. La función de tan disímiles elementos étnicos se cumplía, por otra parte, en un tibio y sedante pedazo de tierra baja, donde una naturaleza indecisa y negligente no podía imprimir en el blando producto de esta experiencia sociológica un fuerte sello individual.
Era fatal que lo heteróclito y lo abigarrado de nuestra composición étnica trascendiera a nuestro proceso literario. El orto de la literatura peruana no podía semejarse, por ejemplo, al de la literatura argentina. En la república del sur, el cruzamiento del europeo y del indígena produjo al gaucho. En el gaucho se fundieron perdurable y fuertemente la raza forastera y conquistadora y la raza aborigen. Consiguientemente la literatura argentina -que es entre las literaturas iberoamericanas la que tiene tal vez más personalidad- está permeada de sentimiento gaucho. Los mejores literatos argentinos han extraído del estrato popular sus temas y sus personajes. Santos Vega, Martín Fierro, Anastasio el Pollo, antes que en la imaginación artística, vivieron en la imaginación popular. Hoy mismo la literatura argentina, abierta a las más modernas y distintas influencias cosmopolitas, no reniega su espíritu gaucho. Por el contrario, lo reafirma altamente. Los más ultraístas poetas de la nueva generación se declaran descendientes del gaucho Martín Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno de los más saturados de occidentalismo y modernidad, Jorge Luis Borges, adopta frecuentemente la prosodia del pueblo.
Discípulos de Listas y Hermosillas, los literatos del Perú independiente, en cambio, casi invariablemente desdeñaron la plebe. Lo único que seducía y deslumbraba su cortesana y pávida fantasía de hidalgüelos de provincia era lo español, lo virreinal. Pero España estaba muy lejos. El Virreinato -aunque subsistiese el régimen feudal establecido por los conquistadores- pertenecía al pasado. Toda la literatura de esta gente da, por esto, la impresión de una literatura desarraigada y raquítica, sin raíces en su presente. Es una literatura de implícitos "emigrados", de nostálgicos sobrevivientes.
Los pocos literatos vitales, en esta palúdica y clorótica teoría de cansinos y chafados rétores, son los que de algún modo tradujeron al pueblo. La literatura peruana es una pesada e indigesta rapsodia de la literatura española, en todas las obras en que ignora al Perú viviente y verdadero. El ay indígena, la pirueta zamba, son las notas más animadas y veraces de esta literatura sin alas y sin vértebras. En la trama de las Tradiciones ¿no se descubre en seguida la hebra del chispeante y chismoso medio pelo limeño? Esta es una de las fuerzas vitales de la prosa del tradicionista. Melgar, desdeñado por los académicos, sobrevivirá a Althaus, a Pardo y a Salaverry, porque en sus yaravíes encontrará siempre el pueblo un vislumbre de su auténtica tradición sentimental y de su genuino pasado literario.




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